Por Camila Vargas
Con entrevista realizada por Alem Melinao a Paola Canessa
Hace unos meses, mientras caminaba entre stands de una conferencia sobre transformación organizacional, me crucé con un cartel enorme que decía en letras rojas: “La cultura ágil ha muerto.” Me detuve. Lo miré un momento, con una mezcla de sorpresa y curiosidad. No era la primera vez que lo leía. En LinkedIn, en artículos de opinión, en podcasts… el mismo eco: “Agile está sobrevalorado”, “Scrum ya no sirve”, “todo esto fue una moda”.
Pero en lugar de indignarme, algo en mí sonrió. Porque sabía que esa provocación no era una lápida, sino una señal. Una oportunidad para hacer pausa y preguntarnos: ¿Qué es lo que realmente ha muerto? ¿Y qué está queriendo nacer?
¿De qué “cultura ágil” estamos hablando, en realidad?
A veces me pasa que cuando hablo con equipos o líderes sobre agilidad, noto un leve cansancio en sus ojos. “Sí, sí, hacemos dailys”, “tenemos retrospectivas”, “usamos Jira”. Pero cuando pregunto cómo se sienten al trabajar, si se atreven a proponer ideas, si entienden el para qué de lo que hacen… la conversación cambia.
Ahí es cuando volvemos a lo esencial: La cultura ágil no son los post-its, ni las ceremonias, ni las herramientas. Es una mentalidad. Una forma de mirar el trabajo y a las personas. Es colaboración auténtica, mejora continua, entrega con propósito, y, sobre todo, la capacidad de aprender y adaptarse juntos.

La paradoja de la industrialización de lo ágil
La agilidad nació como una respuesta humana a un sistema demasiado rígido. Pero con el tiempo, muchas organizaciones hicieron con ella lo que el sistema suele hacer con todo: empaquetarla, venderla, estandarizarla.
Y ahí empezó la trampa. Certificaciones en masa. Métodos aplicados sin contexto. Equipos “ágiles” atrapados en estructuras que no lo eran. Como dijo Dave Snowden, esto dio origen al llamado “Agile Industrial Complex”.
Lo paradójico es que mientras más se intentó hacer de la agilidad una fórmula rápida, más lejos quedó su verdadero espíritu.
La cultura ágil no ha muerto. Está mutando.
En mis conversaciones con líderes de distintas industrias, he visto una y otra vez lo mismo: la agilidad no está muerta. Está viva en organizaciones que han dejado de buscar etiquetas para empezar a preguntarse con honestidad cómo trabajar mejor. Empresas como Spotify, ING, Mercado Libre, o incluso gobiernos locales que entendieron que no se trata de parecer ágiles, sino de serlo, con todo lo que eso implica: incomodidad, experimentación, retroceso, aprendizaje.
Lo que sí está quedando atrás —y quizás es lo mejor que nos pudo pasar— es esa versión superficial que confundió agilidad con velocidad, ceremonias con transformación y herramientas con liderazgo.

Paola Canessa: “Sin seguridad psicológica, no hay transformación”
Para entender mejor este momento de cambio, conversamos con Paola Canessa, experta en transformación cultural, liderazgo adaptativo y agilidad organizacional. Sus palabras no solo fueron lúcidas, sino profundamente humanas.
Le preguntamos, por ejemplo, cuál es el verdadero cimiento de una transformación ágil. Su respuesta fue contundente:
“La seguridad psicológica no juega solo un rol, es el cimiento.”
Paola habla de esa base emocional y cultural que permite que los equipos se atrevan. Que puedan decir “me equivoqué” o “necesito ayuda” sin miedo. Porque sin ese permiso colectivo, todo esfuerzo ágil es inútil.
También nos compartió las señales que observa cuando una organización vive la agilidad más allá del show:
- Colaboración real, rompiendo silos y alineándose en metas compartidas.
- Entrega frecuente, para aprender del cliente, no solo para cumplir plazos.
- Reflexión sincera, que va más allá de la queja y se convierte en mejora.
- Compromiso con adaptarse, no solo con seguir el plan.
Y cuando le preguntamos por qué tantas implementaciones ágiles fracasan, fue al hueso:
“Porque se aplican frameworks como recetas mágicas, sin revisar la cultura, la estructura ni los sistemas de recompensa. Se subestima lo humano y se sobreestima lo rápido. La transformación se abandona en cuanto aparece la incomodidad.”
Finalmente, nos dejó un mensaje potente para los líderes:
“El hábito más poderoso que un líder puede tener es modelar la vulnerabilidad y la mentalidad de aprendiz. Dejar la capa de superhéroe y crear las condiciones para que el equipo se atreva, crezca, aprenda.”

¿Y ahora qué?
La agilidad no necesita fanáticos ni detractores. Lo que necesita —y lo que el mundo necesita— son líderes conscientes, equipos que se escuchen, culturas que abracen la imperfección como parte del camino.
Porque la cultura ágil no es un destino. Es una forma de caminar.
La cultura ágil no ha muerto. Pero sí ha sido sacudida. Y esa sacudida puede ser lo mejor que nos ha pasado.
Porque nos obliga a volver al origen. A recordar que no se trata de frameworks, sino de personas. Que la colaboración, la adaptabilidad y la entrega de valor no se imponen: se cultivan.
Y quizás la pregunta no sea si la agilidad murió, sino:
¿Estamos nosotros dispuestos a evolucionar nuestra forma de liderar, trabajar y aprender?